Don Pepe fue aficionado a la literatura. A fe que si el destino no le hubiese deparado tantos compromisos con la Patria quizás habría sido un mejor escritor. Escribía con gran pulcritud y cada vez que lo hacía se exigía más y más. Para quienes no estaban acostumbrados a su autoexigencia, resultaba exasperante, pero es que jamás gustó de las medianías. Soñó -y muchas veces lo repetía- con dejar impreso sobre el papel su pensamiento y el relato de sus vivencias pero jamás tuvo el tiempo para plantarse ante la máquina de escribir. La política, de la que en verdad no gustaba, lo envolvió por accidente si se quiere y le robó los mejores años alejándolo de las letras. El trabajo en sus empresas, sus luchas por la libertad en todo el mundo, el tiempo que empleó sirviendoa sus amigos y a sus «amigos», le cortaron las alosa su sueño de escritor. Su producción literaria, aunque exquisita, es poca. En 1981 escribió Fortunata y Afligido. Hizo, en realidad, un borrador que es lo que hoy se publica, porque jamás tuvo un momento libre para pulirlo como a él le habría gustado hacerlo. En su casa, en los ribazos de Ochomogo, en un anaquel encontré el manuscrito, revuelto con otros papeles llenos de polvo, sirviendo de tentación a la polilla. Hice lo que creí justo: me ROBE el original del cuento, rescatándolo de una segura desaparición. Aquí lo tienen ustedes: tal y como don Pepe lo dejó, sin una sola corrección, que de por sí sería un absurdo y un abuso de mi parte; publicado en La Nación, el periódico con quien don Pepe tuvo tantos y tan fuertes enfrentamientos que, en vez de ser censurables, demuestran la grandeza de la Costa Rica que el desaparecido caudillo nos legara.
Guillermo Villegas Hoffmeister
Fortunata y Afligido
José Figueres Ferrer
A cincuenta kilómetros al sur de San José, la capital de Costa Rica, se encontraba en aquel tiempo -y se encuentra todavía- la región de Tarrazú. Es una zona cafetalera, montañosa, que comprende varios distritos y cantones, desde Candelaria (ahora Santa Elena) hasta Santa María de Dota. De mil quinientos metros sobre el nivel del mar en adelante.
Fue la fama del café de Tarrazú, de altura, café de bastante acidez, en los mercados europeos de sesenta años atrás, la que indujo al joven emprendedor capitalino Alberto Montealegre a comprar y a modernizar un beneficio en las afueras de San Marcos, la villa cabecera del cantón de Tarrazú. Don Alberto distribuyó almacigo y fomentó la siembra en toda la comarca. Más de mil pequeños propietarios se hicieron cafetaleros.
En el hogar de don Alberto, en San Marcos, pronto nació una niña, preciosa, destinada a ser la heroína de esta historia.
Al cumplir dos años la chiquita y al acercarse la Navidad, la familia no pudo «salir» a San José porque la época de lluvias (que en Costa Rica llamamos invierno) estaba en su fuerte y los caminos seguían embarrialados. Así sucede, algunos años, en diciembre. Y ahí vino el problema.
Había que llevar desde la capital, a cincuenta kilómetros, repito, por veredas impasables, el regalo del Niño para la niña. El regalo era una muñeca rubia, grande, tan delicada que no podía viajar a caballo ni en carreta.
Alguien le dijo a don Alberto que un peón, de Bustamante, se ofrecía a llevar a pie, alzada, la muñeca. Aquel jornalero descalzo se llamaba David Segura. Más adelante sería «el manco David».
David Segura cumplió. La muñeca llegó sana y salva a San Marcos y fue la admiración del vecindario. Los regalos de Navidad casi no se acostumbraban, entonces, en los campos y menos aún los juguetes caros.
Cuando se supo que don Alberto, según habían convenido, le pagó al muchacho cien colones de aquellos tiempos por el flete (ida y vuelta a pie en una semana) los vecinos se quedaron con la boca abierta: «¡Con cien colones se compra una finca»!, decían. Desde entonces le cambiaron el nombre a la feliz criatura y, entre celos y cariño, la llamaron Fortunata. Y Fortunata se quedó para toda la vida.
Recuerdo que David Segura pasaba a veces por La Lucha donde yo vivía, cuando iba de Bustamante al Alto del Cedral donde hacía su milpa. No se por qué recuerdo también, como si fuera ahora, que una vez, al saludar de pasada a un grupo de trabajadores que desyerbaban almacigo de cabuya, les gritó, cariñosamente, un saludo: «¡mucha agricultura muchachos, mucha agricultura…!» David caminaba rápido, sudando y siguió ahí, a prisa, adelante, contento.
La perdición de David Segura fue el enorme pago de cien colones de los años veintes que recibió de don Alberto por llevar alzada la bendita muñeca de la niña. Se dice que algunos países como Venezuela y México marcharon bien hasta descubrir el petróleo en su subsuelo. Semejante paradoja sólo podría explicarse porque sus gobiernos, al sentirse con dinero, emprendieron demasiado pronto demasiadas obras demasiado grandes. Y eso le pasó, mucho antes, a David Segura con sus cien colones. Mejor dicho, le sucedió peor se puso una solemne borrachera de más de seis semanas.
Cuando yo estaba casi bueno, volvió David por trabajo a Bustamente, al trapiche de bueyes de Juan Campos a ganarse un jornalito en la molida. Qué podían pagarle por sacar diecisiete atados de dulce en dos días y medio de trabajo? Todo era así entonces. Hasta el caña-lito, aunque uno de los mejores en aquellas angostas playas del río Candelaria, no llegaba a dos manzanas de extensión.
Pero lo fatal fue que David, todavía oloroso a guaro por fuera y medio inseguro por dentro, al ir metiendo las cañas, una por una entre las masas del Chattanooga, de pronto lanzó un grito espantoso. Se había molido la mano!. Los bueyes detuvieron su marcha circular de tortuga pero el pobre hombre tuvo que aguantar allí hasta que vinieron otras gentes, desenyugaron y echaron atrás el trapiche liberando la mano de David, que se desmayaba.
No todos los pequeños propietarios tenían, todavía, como Juan Campos, un trapiche de hierro fundido, pintado de rojo, que las ferreterías de Costa Rica importaban de una fundición en Chattanooga, Carolina del Norte, Estados Unidos de América. Se usaban unos románticos trapiches, hechos de una madera muy dura llamada Guayacán.
En aquel accidente, que se repetía con frecuencia, admiré yo, una vez más la serenidad estoica del campesino y su inventiva.
Llegó Juan Campos, el dueño y, antes de preguntar algo, porque no había qué preguntar, comenzó, tranquilo, a dar órdenes: «-alisten dos varas de encino y traigan el manteado de mi casa. Ahí está, doblado entre el techo y el cielo raso de la cocina. Vayan a buscar voluntarios no menos de tres cuadrillas de cuatro hombres-«.
Pronto armaron una camilla de enfermo y los primeros cuatro hombres se la echaron al hombro con el herido. Entonces Juan Campos, aprovechando la posición en alto, ligó el antebrazo de David con una coyunda de cuero crudo y un buen torzal de palo, para disminuir la hemorragia.
Amaneciendo salieron a pie con su carga al hombro. Las otras dos cuadrillas de relevo los alcanzaron pronto, llevando bastimento y una «cuarta» para cada uno, para calentarse en los helados ventoleras del Alto de Rosario. Caminando y resbalando llegaron al Hospital San Juan de Dios al medio día.
Cuatro semanas después de la amputación, al Manco David aprendí a manejar el machete con la mano izquierda.
Recuerdos: Ay, aquellas maniobras de «Cruz Roja» aquel tiempo!
Yo mismo, de muchacho presencié varios maniobras de rescate y en una de ellas hasta tomé parte como voluntario, aunque en otro camino.
La cosa fue así: hacía dos días que Juana María estaba para mejorarse, en la Fila de San Cristobal Sur, junto a la taquilla de Félix Leiva. La pobre mujer ya tenía dolores y angustias. Los vecinos mayores acordaron mandarla al Hospital de Cartago, el Max Peralta de las monjitas de la Purísima Concepción. Fueron catorce horas de subir y bajar cuestas empinadas, pasando por San Cristóbal Norte y por el cerro de Palo Blanco, donde siempre hay rayerías.
Desde San Isidro del Tejar a Cartago no había problema porque el camino es planito.
En esta ocasión, de ahora, en el Bajo de Bustamante, con David Segura y su mano molida, reconstruí de memoria aquella noche de penas. Sabía que la bajada hacia Aserrí estaba resbalosa aunque el paso no era tan difícil como un lego se inmagina, porque los cuatro hombres de la cuadrilla parecen formar con la hamaca un solo ser viviente, largo y flexible como un cienpies de ocho piernas que salva obstáculos y evita las caídas. Dicen que los conquistadores españoles a caballo fueron vistos por el indio americano también como un sólo monstruo de seis extremidades.
Yo pasaba por este viejo camino a caballo, frecuentemente, en las noches de borrasca, yendo de La Lucha a Cartago, directamente. Ese camino fue el primer paso carretero en el siglo XX, que unía a Cartago con el Valle de Dota y Copey. ¡Todavía lo tengo presente!.
El crujir del cuero de la montura al lento paso de la bestia, acompasado con la respiración del jinete y el jadeo del animal formaban una primitiva sinfonía que al sumarse con el silbido del viento y el canto de la lluvia al caer, lo envolvían, mágicamente, todo.
De tanto en tanto una fuerte descarga eléctrica rompía las tinieblas alumbrando el paisaje por el instante, robándole su majestuosidad a lo oscuro y, de nuevo las tinieblas, reinas de mil pensamientos y el estallido del trueno que se agregaba a la mágica sinfonía como el retumbo de poderosos timbales, teniendo por concha de resonancia la infinita bóveda del cielo…
Muchas veces había asistido a aquel concierto. La obligada ropa de etiqueta era pesada capa de hule crudo que cubría hasta las ancas del caballo. Era rigurosamente obligado dejarse puesto el sombrero impermeable .durante el aguacero. Yo sabía aprovechar los momentos de pausa entre el relámpago y el trueno para detectar rápidamente las partes peligrosas del arcilloso camino, evitando así resbalones y graves caídas.
Sigamos. No pierde el hombre su mano diestra sin que se le formen cicatrices en su brazo y en su alma. David le tomó ojeriza al trapiche, al cañal y a Bustamante. Se trasladó, con su familia, al Cedral, a pesar del frío que hace allí.
De todas maneras él tenía su «palacio de verano» en el rastrojo que La Lucha le prestaba desde hacía varios años.
El viento había volcado en otra época un cedro duce gigantesco que aún no se podría, colocándolo como un puente sobre una pequeña hondonada. Debajo del árbol tumbado dormían David y su familia cuando no llovía mucho. Hasta quedaba espacio para guardar varias cajuelas de maíz en majorca, mientras lo alistaban para el gasto o para la venta. Por supuesto, la especie de cueva que formaba el gran árbol no se llamaba «Palacio de Verano». Se le decía y se le dice todavía «la Cueva».
Con el tiempo nada costó tapar los lados con hojas de palmera dejando solo una entradita como puerta. Así «La Cueva» se convirtió en un ranchito y se pudo habitar igualmente en tiempo de lluvia como de sequía.
Como La Cueva servía para comer y también para dormir y hasta para entretenerse, aquel año le vino a la mujer del Manco un embarazo y a su tiempo llegaron los síntomas del alumbramiento. Esto presentaba un «reto sagrado» para el esposo campesino. Había que «salir» al pueblo (en este caso a San Marcos de Tarrazú) a traer las «medicinas». Por cierto que todavía es tiempo para que algún farmacéutico nos diga qué contenía la Esencia Coronada. Yo sólo recuerdo que era un líquido negruzco, de aroma agradable y bueno para casi todo..
En estos caso había que traer rutinariamente dos medicinas: el Paregórico y la Esencia Coronada. Yo se que el Paregórico es una tinta de opio, pero sigo sin saber qué es la Esencia, como le decía en abreviatura.
En la gran crisis de 1933, los labriegos que emigraron de la Meseta Central a las Bajuras de San Isidro del General, pasando por los hondos trillos del Cerro de la Muerte, huyendo del hambre, llevaban, todos, en su humildísimo equipaje «las medicinas». Eran, por supuesto, Paregórico y Esencia Coronada, «por si llega el caso».
Pues bien, al llegar el caso, el Manco David se fue a la villa, de madrugada y, ¡horror! al caer la noche no había regresado a la Cueva.
LLevaba ya tanto tiempo sin emborracharse! Y ahora que le venía otro hijo, ¡Había que celebrarlo..!
Menos feliz estaba su mujer dando a luz sólo, en la Cueva, con dos niños pequeños que le tenían miedo al tigre, sin un vecino y el marido bebiendo guaro en San Marcos-…!Cuando regresó David, por fin, a la Cueva, al tercer día, sin dinero pero con los remedios, ya no se necesitaban… Había nacido el chiquito y había llorado tres días consecutivos. La madre se levantó, como pudo, para recibirlo. Ambos miraron al niño y lo encontraron muy pálido y con gestos anormales después empeorarían.
Pronto llegó también un ángel a caballo, en pantalones de caqui, con otro jinete que lo acompañaba. Se había dado cuenta de la tragedia de David en San Marcos. La gente sabía que la mujer estaba por mejorarse y que el Manco había salido del monte para llevar medicinas y se había quedado en el pueblo bebiendo a más no poder.
Fortunata recordaba el servicio que David hizo a su padre y a ella, cuando era una niñita, según le contaban. Y como ya se sentían en ella los impulsos de la futura amazona, logró escapar de su casa y ponérsele atrás a David por los trillos montañosos de la finca de los Martínez, detrás de La Lucha, y de allí pasar a la Cueva.
Entró la princesa y tomó en sus brazos al recién nacido, envuelto en un trapo maloliente. Casi sin pedir permiso a los sorprendidos padres, entregó el paquete a su acompañante, diciéndole «¡volvemos a casa!».
No había médico en la villa de San Marcos, pero una comadrona «muy acertada» se encargó de lavar al chiquito en agua tibia, con jabón de olor, e hizo posible resucitarlo. Y el niño vivió, aunque tarado.
Con tan tristes antecedentes, desde antes del bautizo los vecinos le dieron el nombre o sobrenombre de «Afligido», y Afligido se quedó por el resto de su vida.
A los pocos años, llegó la noticia a Tarrazú de que Afligido había escapado del ranchito de la familia, construido junto a la Cueva, cuando el viejo cedro dio muestras de podrirse. Estaba entonces de vacaciones en el beneficio la señorita Fortunata, y se repitió la historia del viaje de rescate. En su potro negro llegó por segunda vez la muchacha con otro peón de la hacienda, y con cierta autoridad organizó la búsqueda del infeliz perdido.
Era la época del año en que todas las honduras se cubrían de cubaces, enredados en las matas de maíz. De milpa en milpa anduvo la pequeña expedición de salvamento, hasta llegar a la hondura que forma la Quebrada de la Marimba, entre dos grandes peñascos casi verticales.
Allí les pareció que algo se movía entre las cañas de maíz y los bejucos de cuba. Debía de ser un animal bastante grande, como un cabro de monte o un ternero. Pero de pronto lanzó el peón un grito: «¡Mire, es un muchacho! ¡Es Afligido!».
¡Qué impresionada quedó Fortunata! Las ropas del joven rasgadas en las espinozas matas de mora; las encías sangrantes, después de semanas de comer elotes crudos. Cada día el dolor era más fuerte, porque el maíz ya estaba «cospó», medio sazón, y se iba secando. Dos voluntarios lo llevaron a pie a San Marcos, y lo acomodaron en el Beneficio de don Alberto. Allí le dieron alimentos suaves y lograron que las encías le sanaran. Fortunata lo obligó a quedarse un tiempo, o tal vez para siempre, en el Beneficio, y encargó a una familia de peones que le dieran de comer. Pero tan pronto como la virgencita protectora regresó a la capital, el infeliz desapareció otra vez de Tarrazu, y nadie supo adonde se fue.
En algunos países llaman a los autobuses «guaguas», por onomatopeya. Tiempo hubo en que las bocinas de aire parecían pronunciar ese sonido: gua-gua. En otros lugares les dicen simplemente camión de pasajeros, ómnibus. Cuando los autobuses llegaron por primera vez a Costa Rica, los bautizaron «cazadoras», porque el conductor «cazaba» pesetas y colones en sus viajes. Pues, ¿no le dio su extraña locura al pobre Afligido, por creerse que él era un autobús, o una cazadora?
Hay locuras de locura. El prólogo de la segunda parte del Quijote, es en esta materia por sí solo un documento colosal. Allí aparece un pobre enfermo cuya locura consistía en querer inflar los perros del vecindario. Les introducía una cerbatana por mala parte y soplaba, haciéndolos gritar. Hasta que el dueño de un perro fino, un podenco, enfurecido, le propinó al loquito tal paliza que lo curó para siempre de su mal. Peor le sucedió al pobre Afligido con su ilusión de creerse «cazadora», como adelante veremos.
Las gentes en la carretera, viéndolo trotar con un corto tronco de árbol al hombro, imitando con su voz los diferentes sonidos de un autobús (los cambios de marcha, las aceleraciones del motor, la bocina), le llamaron también Cazadora. Durante varios meses Cazadora fue un personaje de la Carretera Interamericana, que hacía frecuentemente la ruta de San José a Cartago y, a veces, hasta el Alto del Empalme. Por dondequiera que anduvo el pobre infeliz, algunas personas lo recuerdan con lástima y cariño todavía. Cazadora era un loquito trágico para unos, tristemente cómico para otros.
Una de esas noches frías y lluviosas de diciembre, venía Fortunata manejando su auto de Cartago a San José. Al doblar a la derecha en la esquina de la Cantina La Luz, el auto pareció chocar fuertemente con algo suave, como el cuerpo de un animal grande. El bulto desapareció en la oscuridad, y Fortunata siguió su marcha por dos o trescientos metros hacia el Norte, como yendo a Guadalupe, hasta la casa de su familia, y entró allí.
Al poco rato timbró el teléfono:
-«¿Don Alberto?»
-«A la orden»
-«Buenas noches. ¿Sabe usted si su hija tuvo un accidente hace pocos minutos, cerca de su casa?»
-«No. ¿Qué pasa? Ella está aquí conmigo.
-«Parece que el auto era el suyo, don Alberto».
Fortunata entró de nuevo al auto, encendió el el motor y voló a la Cantina. Allí había un pequeño grupo de curiosos.
-«¿Qué pasó?», les preguntó la muchacha.
-«La ambulancia acaba de recoger a un herido, y se fue. Deben haberlo llevado a Emergencias, Hospital San Juan de Dios», dijo alguien.
La joven regresó a su casa, se cambió de ropa y salió rápidamente hacia el hospital. No había mucho tráfico, pero la niebla y la oscuridad la entretuvieron bastante. Tuvo que atravesar toda la ciudad. Por fin llegó a la entrada de Emergencias. Ella conocía bien el hospital. Lo había recorrido en sus prácticas universitarias de servicio social.
-«¿Ha entrado aquí un herido?», inquirió Fortunata.
-«Voy a averiguar… No, señorita. El único paciente que entró estaba muerto. Era un nombre con el cuerpo atropellado. El doctor lo declaró fallecido, y se lo llevaron para adentro. Probablemente las diligencias judiciales se harán por la mañana».
-«¿Dónde está ese herido?», preguntó la niña.
-«Señorita, ya no sé más. Mi turno comenzó a las diez, y aquí no sabemos nada más».
Fortunata empujó la puerta que daba a un largo corredor y entró corriendo. «Tal vez lo enviaron a la Morgue, para tenerlo en hielo», pensó ella. La distancia desde Emergencias hasta la Morgue es larga; unos cuatrocientos metros. Hay que abrir y cerrar varias puertas, y dar muchas vueltas. En algunos lugares la muchacha tuvo que pedir indicaciones. Pero cuando una persona se propone pasar rápida por un laberinto de corredores en un edificio viejo, no siendo un cuartel de policía, nadie la detiene.
Por fin llegó la joven a una habitación grande, donde había ocho o diez personas con caras compungidas. Y allí vino la confusión. ¡La terrible, confusión!.
-«¿Está aquí un hombre recién fallecido?», preguntó.
-«Sí señorita; mejor dicho, no estaba muerto, gracias a Dios».
-«¡Gracias a Dios!», repitió Fortunata con el espíritu levantado. Afligido no había muerto.
-«El paciente estaba solamente anestesiado», señorita.
-«¿Cómo anestesiado? Déjeme verlo».
La terrible sospecha volvió, más grave todavía.
-«El anestesiado no daba señas de golpe alguno, señorita».
-«¡Qué extraño! ¡Déjeme verlo! ¡Pobre Afligido!
-«El hombre dormido era este señor que está aquí de pie», siguió la mujer que contestaba.
Fortunata caminó unos metros más hacia la Morgue, y topó con una especie de casillero de correos, de grandes gavetas metálicas, estibadas hasta la altura de dos metros. La primera gaveta, la más baja, estaba entreabierta. Fortunata metió la mano y toco hielo quebrado. Sacó unos cristales y volvió a mirar adentro.
-«¡Dios mío!» Ya no había duda ni esperanza. El muerto, entre el hielo, se parecía al loquito de San Marcos. La pobre princesa, después de haberle salvado la vida varias veces, lo había atropellado.
Trataron de calmarla los del otro grupo, que lloraban también, en la sala siguiente.
Fingiendo serenidad, Fortunata preguntaba: «¿Qué le pasó? ¿Y qué le pasó al compañero de ustedes, que estuvo anestesiado y que ahora está aquí de pie? ¿Por qué lloran ustedes ahora? ¿Estaremos todos locos o adormecidos?».
El reloj marcó las doce de la noche, dentro de un tétrico silencio…
«Vea, señorita, mi hermano, su esposa y yo, estábamos aquí en el hospital con ella muy enferma. La operaron y falleció. Al pasar ta mesilla con ruedas que la llevaba a la Morgue, mi hermano la detuvo. Se empeñó mi hemiario en besarla como para despedirla. Se juntaron los labios…, y no había manera de separarlos. Según nos dijo el doctor, mi hermano se tragó el cloroformo que le quedó de la anestesia, y allí quedó agachado, inmóvil. Como muerto. Llamaron al doctor…, ¡y estaba vivo! ¡Aquí está! Su pobre esposa muerta en la segunda gaveta de la Morgue.
La pena compartida volvió a levantar el ánimo de Fortunata. Recordó al pobre Afligido y pensó:
«Dios lo ha querido así. Al menos murió sin saber que el ranchito de la Cueva, en un descuido con una candela se quemó; y que su padre, el Manco David, en una borrachera final, falleció».
Tomado del suplemento Áncora de La Nación del 17 de junio de 1990. Ilustración de Jorge Illá