Escondido a plena vista, en un pequeño espacio aterrado de pedazos de cuero, herramientas, bolsos, fajas… entre dos máquinas de coser, trabaja don Miguel Esquivel Fernández.
Su puesto de trabajo está en uno de los espacios más transitados de San Ramón, miles de personas pasan diariamente al frente de su pequeño local de madera, sin embargo, muchas de esas personas no conocen a don Miguel, el talabartero un poco tímido que trabaja en silencio en ese reducido espacio, rehusándose a permitir que este oficio se dé por perdido.
Don Miguel inició en esta actividad desde los 10 años, casi por casualidad, porque primeramente su familia se dedicaba a la labor agrícola. Sin embargo la pobreza fue según dice, la que lo llevó a descubrir su don, porque la falta de herramientas y la necesidad de trabajo, los condujo a buscar la forma de suplir sus propias necesidades, y fue así como él y sus hermanos empezaron a confeccionar las cubiertas, y otros implementos que necesitaban para trabajar.
Como resultado, cuatro de los ocho hermanos de la familia se dedicaron a la talabartería; primeramente en un taller que quedaba donde “Chico Zárate” al costado norte de lo que hoy es el mercado.
Entre los primeros negocios que realizó don Miguel, recuerda una pequeña carterita, a cambio de la cual, le regalaron unos pedazos de cuero para que pudiera trabajar más.
A los diez años, elaboró su primer par de “guarachas” que eran para una niña, y esto sin más ayuda que su propia creatividad y observación. Hoy lamenta no haber seguido esta línea de trabajo – la de la zapatería- pues considera que quizá hubiera sido un poco más productiva que la que tomó.
Artesano por completo:
Las herramientas que utiliza este talabartero también son hechas por él mismo. “Cuando yo estaba recién casado cualquier fierrillo que me encontraba botado, lo juntaba. Mi esposa me decía:
¡Usted parece un viejo, todo lo coge, todo lo junta!
Y yo me echaba una risa… llegaba al taller, cogía la lima y el molejón y ahí formaba lo que necesitaba: los troqueles, lo que fuera…”
Su mayor afición es la elaboración de monturas, pero ésta es un área de trabajo que se ha visto afectada por la inclusión de productos extranjeros en el mercado costarricense, y por la poca área de trabajo de que dispone en su taller, pues según dice, para elaborar este tipo de objetos de gran tamaño, se requiere un amplio espacio.
Sin embargo, con orgullo este santiagueño asegura que la talabartería es la que le ha dado de comer toda su vida, la que le permitió sacar adelante a su familia, y llevar a la adultez a dos hijas. Además de este oficio, la música ha sido otra de sus pasiones. Don Miguel tocaba requinto con el Trío Alma Ramonense y en dos ocasiones fue invitado a trasladarse a México para dedicarse a la música, sin embargo pudo más el amor a su familia y es por esto que, en ambas ocasiones, rechazó la invitación.
Pero a pesar de las limitaciones de espacio físico, del terreno que le han ganado a la artesanía los productos en serie, de la falta de recursos y de otras necesidades, este talabartero se mantiene firme en su decisión de perpetuar el oficio y demostrar a los visitantes y residentes, que en San Ramón hay mucho talento más allá de las letras y la poesía.
Por ahora planea mantenerse donde está. En silencio en su pequeño taller. Su trabajo es sigiloso, pero todos los ramonenses saben que ahí está, y cada vez que alguien necesita arreglar un bolso o una faja, o comprar algo hecho con “cuero de verdad”, se acerca a ese pequeño puesto de madera que se ubica en el mercado y detrás de las fajas y otros objetos que cuelgan en la puerta, encontrará a don Miguel, el talabartero de San Ramón.